En estos días, cuando se habla de crisis de deuda, surge inmediatamente el nombre de Argentina.
El país sudamericano parece estar nuevamente al borde de la cesación de pagos (o default) luego de que en EE.UU. el juez Thomas Griesa fallara en favor de grupos de acreedores privados que tienen bonos del Estado argentino.
Los llamados holdouts, a los que la presidenta Cristina Fernández califica de ‘fondos buitre’, rechazaron la reestructuración de la deuda que emprendió el gobierno de Buenos Aires en 2005 y 2010, y ahora reclaman el pago de la totalidad de sus préstamos: US$1.330 millones más intereses.
En menos de una semana vence el plazo de gracia para que Argentina desembolse el dinero y, si no logra renegociar los términos en EE.UU., es posible que caiga en default.
El gobierno de Fernández ya depositó en un banco de EE.UU. más de US$500 millones correspondientes al vencimiento de uno de los bonos en disputa, por lo que insiste en que no puede hablarse de default. Sin embargo, el juez Griesa rechazó esta transacción afirmando que se debe cumplir con todos los bonistas al mismo tiempo.
Pero hay más razones para que se hable de Argentina.
Pocos olvidan que el país –una de las mayores economías de América Latina- se declaró en cesación de pagos en 2001, en medio de su mayor crisis política, social y financiera de los últimos tiempos.
Desde entonces los inversionistas y la prensa internacionales han mirado con desconfianza a la nación sudamericana, mientras el gobierno ha intentado sin mucho éxito regresar a los mercados de capitales, que consideran al país una suerte de paria.
Ahora bien, desde una mirada más amplia y retrospectiva, ¿es merecida la mala fama de Argentina en los círculos financieros?