Siempre que se ha combinado un gran desarrollo intelectual con ese sufrimiento que es inseparable de los grandes cambios que se producen en la situación de la gente, los hombres dotados de genio especulativo o imaginativo han buscado en la contemplación de una sociedad ideal un remedio, o por lo menos un consuelo, para mitigar los males que ellos eran prácticamente incapaces de eliminar. La poesía siempre ha preservado la idea de que en algún tiempo o lugar remoto, en las islas occidentales o en la Arcadia, un pueblo inocente y satisfecho, libre de la corrupción y la coerción de la vida civilizada, ha hecho realidad las leyendas de la edad de oro. El oficio de los poetas es casi siempre el mismo y los rasgos de su mundo ideal presentan pocas variaciones; pero cuando los filósofos intentan censurar o reformar a los hombres concibiendo un estado imaginario, sus motivaciones son más definidas e inmediatas, y la comunidad de la que forman parte sirve como objeto de sátira o como modelo. Platón y Plotino, Moro y Campanella construyeron sus quiméricas sociedades con los elementos que faltaban en el tejido de las comunidades existentes, en cuyos defectos se inspiraron. La República, la Utopía y la Ciudad del Sol constituyeron una protesta contra un estado de cosas que la experiencia de sus creadores les enseñó a condenar y de cuyas fallas buscaron protegerse en extremos opuestos. No ejercieron influencia alguna y nunca pasaron del plano de la literatura al de la política, porque para transmitir una idea política que influya sobre las masas se necesita algo más que descontento e ingenio especulativo. El esquema de un filósofo no puede lograr la adhesión práctica de las naciones, sino tan sólo la de los fanáticos, y aunque la opresión puede originar repetidos y violentos estallidos, como las convulsiones de un hombre estremecido por el dolor, no podrá madurar en un propósito y un plan de regeneración definidos a menos que al sentimiento de los males presentes se una un nuevo concepto de felicidad.
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