En los actos de la vida diaria se pone de manifiesto que habitualmente pensamos en las causas próximas e ignoramos las remotas. Por lo general se cree que la fuerza motriz que impulsa a una locomotora es el vapor, sin tomar conciencia de que éste sólo es un intermediario y de que el verdadero iniciador es el calor del fuego. Lo que no se advierte es que el motor de vapor es en realidad un motor de calor, que sólo difiere de otros motores de calor (como los alimentados con gas) en el medio empleado para transformar el movimiento molecular en movimiento molar.
Habitualmente, esta limitación de la conciencia a la captación de relaciones directas sin tener en cuenta las indirectas vicia el pensamiento acerca de los asuntos sociales. El efecto primario que se produce cuando se construye una casa, o se hace un camino, o se drena un campo, es que los hombres se ponen a trabajar; y se empieza a considerar que el trabajo, que para el pensamiento es más importante que el sustento que se obtiene por su intermedio, es beneficioso en sí mismo. El bien que se imagina no es el aumento en el stock de mercancías o de instrumentos que satisfacen las necesidades humanas, sino el gasto del trabajo que las produce. De ésto nacen diversas falacias, por ejemplo, que la destrucción por el fuego beneficia al comercio, o que el empleo de maquinarias perjudica a la gente. Estos errores podrían haberse evitado si en lugar de lo próximo, el trabajo, se hubiera tomado en cuenta lo último, o sea la producción. Algo parecido ocurre con las falacias relacionadas con el dinero. Los hombres llegan a asociar la idea de valor con el dinero, que puede intercambiarse por todo tipo de cosas deseadas, más bien que con las cosas mismas que satisfacen el deseo y que, en consecuencia, son las que tienen un valor real. Por lo tanto, las promesas de pago que hacen las veces de dinero y que no poseen valor intrínseco pero sí poder de compra se asocian de tal modo con la idea de valor a causa de la experiencia cotidiana, que su posesión en abundancia se considera sinónimo de riqueza; según este concepto la prosperidad nacional queda asegurada si se posee una buena cantidad de billetes. Si se pensara en términos de bienes, en lugar de hacerlo en términos de símbolos, se habrían evitado estos errores. También la educación nos muestra esta usurpación de la conciencia por las cosas inmediatas con exclusión de las remotas, este olvido de los fines mientras los medios son considerados como tales. Cuando el saber acumulado en la antigüedad dejó de ser corriente se hizo indispensable el aprendizaje del latín y del griego para acceder a él, y estas lenguas muertas fueron consideradas como medios. Pero su estudio persiste todavía hoy, cuando ya hace mucho tiempo que aquel saber se ha hecho accesible en nuestras lenguas, y hemos adquirido una enorme cantidad de conocimientos nuevos; más aun, se ha convertido prácticamente en un fin en sí mismo, sustituyendo al fin original. A los jóvenes que poseen cierto dominio de estas lenguas se los considera educados, aunque sólo conozcan superficialmente la cultura clásica y no sepan prácticamente nada del inmenso caudal de conocimientos, mucho más valiosos, que se han ido acumulando a lo largo de siglos de investigaciones y estudios.
¿Con qué objeto hacemos esta observación general, ilustrada de diversas maneras? Con el de preparar el camino para poner otro ejemplo, que es el que ahora nos interesa. El error consistente en considerar como fines lo que sólo son medios, y la búsqueda de los medios descuidando los fines, ha viciado profundamente el pensamiento político. De aquí provienen, entre otras, las ilusiones más corrientes con respecto a los «derechos políticos».
Acceda aquí al documento completo. (Publicado en Libertas No. 11, ESEADE, octubre de 1989).