LAS GANANCIAS Y LAS PÉRDIDAS

Cap. IX del libro de Ludwig von Mises, Planificación para la Libertad.

A. La naturaleza económica de las ganancias y las pérdidas

1. La aparición de las ganancias y las pérdidas

En el sistema capitalista de organización económica de la sociedad, los empresarios determinan la dirección de la producción orientados por los consumidores. En el desempeño de esta función están total e incondicionalmente sujetos a la soberanía del público comprador, es decir, de los consumidores. Si no logran producir aquellos bienes que éstos demandan más urgentemente de la mejor manera y al menor costo posible, incurrirán en pérdidas y serán finalmente eliminados de su posición empresaria. Serán reemplazados por otros hombres que satisfagan de una mejor manera a los consumidores.

Si toda la gente pudiera anticipar correctamente el estado futuro del mercado, los empresarios no obtendrían ganancias ni incurrirían en pérdidas. Tendrían que comprar los factores de producción complementarios a precios que, en el momento de la compra, ya reflejarían totalmente los precios futuros de los productos. No habría lugar para las pérdidas ni para las ganancias. Lo que hace aparecer las ganancias es el hecho de que el empresario que juzga más correctamente que otros los precios futuros de los productos compra alguno o todos los factores de producción a precios que, desde el punto de vista de la situación futura del mercado, son demasiado bajos. De esta manera, los costos totales de producción —incluido el interés sobre el capital invertido— quedan rezagados con respecto a los precios que el empresario recibe por el producto. Esta diferencia constituye la ganancia empresaria.

Por el otro lado, el empresario que se equivoca en su juicio respecto de los precios futuros de los productos admite precios para los factores de producción que, desde el punto de vista de la situación futura del mercado, son demasiado altos. Sus costos totales de producción exceden los precios a los que puede vender el producto. Esta diferencia constituye la pérdida empresaria.

Por lo tanto, las ganancias y las pérdidas son generadas por el éxito o el fracaso en ajustar la dirección de las actividades productivas a las más urgentes necesidades de los consumidores. Una vez completado este ajuste, tanto unas como otras desaparecen. Los precios de los factores de producción complementarios alcanzan un nivel en el cual los costos totales de producción coinciden con el precio del producto. Las ganancias y las pérdidas son dispositivos que siempre están presentes sólo porque el cambio incesante de los datos económicos crea continuamente nuevas discrepancias, originándose en consecuencia la necesidad de nuevos ajustes.

2. La distinción entre ganancias y otras rentas

Muchos errores concernientes a la naturaleza de las pérdidas y las ganancias fueron causados por la práctica de aplicar el término ganancias a la totalidad de las rentas residuales de un empresario.

El interés sobre el capital invertido no es parte componente de las ganancias. Los dividendos de una corporación no son en su totalidad ganancias. Confrontando los intereses sobre el capital invertido con los dividendos, el resultado en más o en menos, según sea el caso, determina el monto de las ganancias o las pérdidas.

En el mercado, los equivalentes del trabajo realizado por el empresario en la conducción de los negocios de la empresa son cuasi-salarios empresarios, pero no ganancias.

Si la empresa es dueña de un factor por el cual puede cobrar precios monopólicos, obtiene un beneficio monopólico. Si la empresa es una corporación, tales beneficios incrementan el dividendo. Sin embargo, no constituyen ganancias propiamente dichas.

Aun más serios son los errores originados en la confusión entre actividad empresaria e innovación y mejoras tecnológicas.

La adecuación defectuosa a los deseos de los consumidores, cuyo ajuste es la función esencial del empresariado, suele originarse en el hecho de que los nuevos métodos tecnológicos todavía no han sido utilizados en su máxima capacidad, la cual debería ser aprovechada para satisfacer la demanda de los consumidores de la mejor manera posible. Pero no siempre y necesariamente es éste el caso. Los cambios en la información, especialmente en la demanda de los consumidores, pueden requerir ajustes en nada relacionados con las innovaciones y mejoras tecnológicas. El empresario que simplemente aumenta la producción de un artículo añadiendo a los medios de producción existentes un nuevo equipo, sin hacer ningún cambio en los métodos tecnológicos de producción, no es menos empresario que el hombre que inaugura un nuevo método de producción. El empresario no sólo debe ocuparse de experimentar con nuevos métodos tecnológicos, sino también de seleccionar entre el conjunto de métodos tecnológicamente disponibles, aquellos más convenientes para ofrecer al público los bienes que reclama más urgentemente al menor precio. El empresario es quien decide, provisoriamente, si un nuevo procedimiento tecnológico es o no conveniente para este propósito, pero la decisión final pertenece al público comprador, quien se expedirá a través de su conducta en el mercado. La cuestión no radica en que un nuevo método sea o no considerado como una solución más «elegante» al problema tecnológico. Se trata de saber si determinada información económica es el mejor método posible para abastecer a los consumidores al más bajo precio.

Las actividades del empresario consisten en tomar decisiones. Determina en qué deben ser empleados los factores de producción. Cualquier otra actividad que un empresario pueda desarrollar es sólo un accidente dentro de su función empresarial. Es esto lo que muchas personas generalmente no comprenden. Confunden las actividades empresarias con la conducción de los asuntos administrativos y tecnológicos de una planta. Para ellos, los verdaderos empresarios no son los accionistas, ni los gestores, ni los especuladores, sino los empleados contratados. Los primeros no son más que parásitos inútiles que embolsan los dividendos.

Ahora bien, nunca se ha sostenido que uno pudiera producir sin trabajar. Pero tampoco es posible producir sin bienes de capital, o sea los factores previamente producidos para una producción posterior. Estos bienes de capital son escasos; por lo tanto, no son suficientes para la producción de todos los bienes que uno querría haber producido. Y aquí surge el problema económico: utilizarlos de manera tal que sólo se produzcan los bienes convenientes para satisfacer las necesidades más urgentes de los consumidores. Ningún bien debería dejar de ser producido por el hecho de que los factores requeridos para su producción sean utilizados —desperdiciados— en la producción de otro bien cuya demanda es menos intensa. Alcanzar esta meta es, en un régimen capitalista, tarea del empresariado, que determina en qué ramas productivas se invertirá el capital. En un régimen socialista esto sería una función del estado, el aparato social de coerción y opresión. El problema de si una junta de dirección socialista, carente de cualquier método de cálculo económico, podría o no cumplir esta función, no será tratado en este ensayo.

Existe una regla muy simple para distinguir a los empresarios de los que no lo son. Los empresarios son aquellos sobre quienes recae la incidencia de las pérdidas y de las caídas en el capital invertido. Los economistas aficionados pueden confundir las ganancias con otro tipo de entradas. Pero es imposible dejar de reconocer las pérdidas en el capital invertido.

3. La conducción económica de organizaciones sin fines de lucro

Lo que se ha dado en llamar democracia del mercado se manifiesta en el hecho de que las actividades económicas con fines de lucro están incondicionalmente sujetas a la supremacía del público comprador.

Las organizaciones sin fines de lucro son soberanas en sí mismas. Están en condiciones de desafiar los deseos del público, dentro de los límites trazados por el monto de capital a su disposición.

Un caso especial es el de la conducción de los asuntos gubernamentales: la administración del aparato social de coerción y opresión, es decir, del poder de policía. Los objetivos del gobierno, la protección de la inviolabilidad de la salud y de las vidas de los individuos y de sus esfuerzos para mejorar las condiciones materiales de su existencia, son indispensables. Benefician a todos y son el prerrequisito necesario para la civilización y la cooperación social. Pero no pueden ser vendidos y comprados como si fueran mercaderías; por lo tanto, no tienen precio en el mercado. No puede haber ningún cálculo económico referido a ellos. Los costos derivados de su conducción no pueden ser comparados con un precio recibido por el producto. Este estado de cosas haría que los funcionarios encargados de la administración de las actividades gubernamentales fueran déspotas irresponsables si no estuvieran sujetos al régimen presupuestario. Bajo este régimen, los administradores se ven obligados a obrar de acuerdo con instrucciones detalladas impuestas por el soberano, ya sea un autócrata que asumió el poder por la fuerza, o todo el pueblo actuando a través de representantes electos. Los funcionarios reciben fondos limitados y están obligados a gastarlos sólo para cumplir los objetivos establecidos por el soberano. De esta forma, la dirección de la administración pública se torna burocrática, es decir, dependiente de una cantidad definida de leyes y regulaciones detalladas.

La dirección burocrática es la única alternativa posible cuando no existe una dirección preocupada por las ganancias y las pérdidas.[40]

4. Los votos en el mercado

Los consumidores, a través de sus compras y abstenciones de comprar, eligen a los empresarios como si en realidad se repitiera un plebiscito diario. Determinan quién debe ser propietario y quién no, y cuánto debe tener cada propietario.

Al igual que en todos los casos donde se elige una persona —funcionarios, empleados, amigos, o cónyuge— la decisión de los consumidores se basa en la experiencia y por lo tanto siempre está referida al pasado. No existe una experiencia del futuro. La votación en el mercado beneficia a aquellos que en el pasado inmediato han servido mejor a los consumidores. Sin embargo, la elección no es inalterable y puede ser corregida diariamente. El elegido que decepciona al electorado desciende rápidamente en las listas de los favorecidos por el voto.

Cada voto de los consumidores sólo amplia un poco la esfera de acción del hombre elegido. Para alcanzar los niveles más altos dentro del empresariado, necesita un gran número de votos y que éstos se repitan una y otra vez durante un largo período de tiempo; una prolongada serie de éxitos. Cada día debe someterse a un nuevo juicio, a una nueva elección.

Los empresarios no son ni perfectos ni buenos en sentido metafísico. Deben su posición, exclusivamente, al hecho de estar mejor preparados que otras personas para el desarrollo de las funciones que les incumben. Obtienen ganancias no por ser inteligentes para desarrollar sus tareas, sino porque son más inteligentes o menos desprolijos que otras personas. No son infalibles, y se equivocan a menudo, pero están menos expuestos a los errores y a las equivocaciones que otras personas. Nadie tiene derecho a culparlos por los errores cometidos en la conducción de los negocios y a remarcar el hecho de que la gente habría estado mejor abastecida si los empresarios hubieran sido más hábiles y tenido mejores visiones del futuro. Si quien se queja es más hábil ¿por qué no ocupó él mismo el espacio vacío y aprovechó la oportunidad de obtener ganancias? Es realmente fácil mostrar perspicacia después de ocurridos los hechos. Todos los tontos se vuelven sabios cuando miran hacia atrás.

Una cadena de razonamientos popular dice lo siguiente: el empresario obtiene ganancias no sólo porque otras personas han tenido menos éxito que él en anticipar correctamente el estado futuro del mercado. El mismo contribuyó al surgimiento de las ganancias no produciendo una cantidad mayor del artículo correspondiente. Si no hubiera habido una restricción intencional de su parte, la oferta de este artículo habría sido tan grande que el precio habría caído a un nivel en el cual las entradas no permitirían obtener excedentes sobre los costos de producción. Este razonamiento es el causante de las espurias doctrinas de la competencia imperfecta y monopolística. El gobierno norteamericano recurrió a él poco tiempo atrás cuando culpó a las empresas de la industria del acero por el hecho de que la capacidad productiva de acero de los EE.UU. no fuera mayor de lo que realmente es.

Ciertamente, aquellos que están comprometidos en la producción del acero no son responsables de que otras personas no entraran igualmente a esta rama productiva. El reproche de las autoridades habría sido sensato si estas últimas hubieran conferido a las corporaciones existentes el monopolio de la producción de acero. Pero al no existir tal privilegio, la reprimenda hecha a las fábricas en funcionamiento no es más justificable que censurar a los poetas y músicos de la nación por no ser más y mejores poetas y músicos. Si alguien tiene la culpa por el hecho de que el número de personas que se incorpora a la organización voluntaria de defensa civil no sea mayor, no son los que ya se han incorporado, sino los que no lo han hecho.

Que la producción del bien «p» no sea mayor de lo que realmente es, se debe al hecho de que los factores complementarios de producción requeridos para una expansión fueron empleados para la producción de otros bienes. Hablar de una oferta insuficiente del bien «p» es retórica vacía si no se señalan los distintos productos «m» producidos en cantidades demasiado grandes, con la consecuencia de que su producción parece ahora, es decir, después del hecho, un desperdicio de los escasos factores de producción. Podemos presumir que los empresarios que, en lugar de producir cantidades adicionales de «p», se volcaron a la producción de cantidades excesivas de «m», y que consecuentemente incurrieron en pérdidas, no se equivocaron intencionalmente.

Tampoco los productores de «p» restringieron la producción de «p» intencionalmente. El capital de cada empresario es limitado; lo emplea en aquellos proyectos que, según él espera, brindarán las mayores ganancias, al satisfacer las necesidades más urgentes del público.

Un empresario que dispone de 100 unidades de capital, emplea, por ejemplo, 50 unidades para la producción de «p» y 50 unidades para la producción de «q». Si ambos productos son rentables, sería ridículo culparlo por no haber utilizado, por ejemplo, 75 unidades para la producción de «p». Podría incrementar la producción de «p» sólo si redujera correspondientemente la producción de «q». Pero quienes se quejan podrían encontrar la misma falla respecto de «q». Si se responsabiliza al empresario por no haber producido más «p», también debe culpárselo por no haber producido más «q». Esto significa lo siguiente: se culpa al empresario por el hecho de que existe escasez de los factores de producción y porque la tierra no es la tierra de Cockaigne.

Quizá quien se queja aducirá la razón de que él considera que «p» es un bien vital, mucho más importante que «q», y que por lo tanto la producción de «p» debe expandirse y la de «q» restringirse. Si éste es realmente el sentido de la crítica, no está de acuerdo con los juicios de los consumidores. Se quita la máscara y muestra sus aspiraciones dictatoriales. Se pretende que la producción no debe ser dirigida por los deseos del público sino por su voluntad despótica.

Pero si al producir «q» nuestro empresario incurre en pérdidas, es obvio que su error consistió en una pobre visión del futuro y que no fue intencional.

La entrada a las filas de los empresarios en una sociedad de mercado, no saboteada por la interferencia del gobierno o de otros órganos que recurran a la violencia, está abierta a todos. Aquellos que saben cómo aprovechar cualquier oportunidad económica que se presente, siempre encontraran el capital necesario, ya que el mercado está lleno de capitalistas ansiosos por encontrar los destinos más promisorios para sus fondos y que buscan recién llegados ingeniosos, con cuya compañía podrían llevar a cabo los proyectos más remunerativos.

Frecuentemente, la gente no pudo darse cuenta de esta característica inherente al capitalismo, porque no entienden el significado y los efectos de la escasez de capital. La tarea del empresario es seleccionar entre los numerosos proyectos tecnológicamente factibles aquellos que satisfarán las más urgentes y aun no satisfechas necesidades del público. Los proyectos para cuya ejecución no alcanza la oferta de capital no deben ejecutarse. El mercado siempre está atestado de visionarios que desean llevar a cabo esos planes impracticables e irrealizables. Son estos soñadores los que siempre se quejan de la ceguera de los capitalistas que son demasiado estúpidos para cuidar sus propios intereses. Los inversores, por supuesto, a menudo eligen equivocadamente sus inversiones. Pero estos errores consisten precisamente en el hecho de que eligieron un proyecto inapropiado, en lugar de otro que habría satisfecho las necesidades más urgentes del público comprador.

Lamentablemente, la gente se equivoca frecuentemente al juzgar el trabajo de los genios creativos. Sólo una minoría de personas lo aprecia lo suficiente como para valorar correctamente los logros de los poetas, artistas y pensadores. Puede suceder que la indiferencia de sus coetáneos imposibilite al genio lograr lo que habría logrado si sus semejantes hubieran demostrado mejor juicio. El modo de seleccionar al poeta laureado o al filósofo «à la mode» es verdaderamente discutible.

Pero es inadmisible cuestionar la elección que el mercado libre hace de los empresarios. La preferencia que los consumidores demuestran hacia artículos definidos puede ser cuestionable desde el punto de vista de una apreciación filosófica. Pero los juicios de valor, necesariamente, son siempre personales y subjetivos. El consumidor elige lo que, en su opinión, le brinda la mayor satisfacción. Nadie está llamado a determinar qué puede hacer a un hombre más o menos feliz. La popularidad de los automóviles, televisores y medias de nilón puede ser criticada desde el punto de vista «más elevado». Pero éstas son las cosas que la gente demanda. La gente dirige sus votos hacia aquellos empresarios que le ofrecen la mercadería de mejor calidad al más bajo precio.

Al elegir entre distintos partidos y plataformas políticas para la organización social y económica del estado, la mayoría de la gente está mal informada y deambula en la oscuridad. El votante promedio carece de los conocimientos necesarios para distinguir aquellas políticas adecuadas para obtener los fines buscados, de las que no lo son. Le es difícil analizar las largas cadenas del razonamiento apriorístico, que constituye la filosofía de un programa social extenso. En el mejor de los casos, puede formarse alguna opinión acerca de los efectos a corto plazo de las políticas involucradas. Está incapacitado para tratar los efectos a largo plazo. En principio, los socialistas y comunistas frecuentemente sostienen la infalibilidad de las decisiones de la mayoría. Sin embargo, se contradicen cuando critican a las mayorías parlamentarias que rechazan su credo y al negar a la gente, a través de un régimen unipartidario, la posibilidad de elegir entre partidos diferentes.

Pero en la compra de un bien o en la abstención de su compra, lo único que interviene son los deseos que los consumidores tienen de obtener la mejor satisfacción posible de sus necesidades más urgentes. El consumidor no elige —como el votante político— entre medios diferentes cuyos efectos aparecerán más tarde. Elige entre objetos que le brindarán satisfacción inmediata. Su decisión es terminante.

Un empresario obtiene ganancias por servir a los consumidores, es decir a las personas, tal cual son y no tal como deberían ser según las fantasías de algún dictador potencial.

5. La función social de las ganancias y las pérdidas

Las ganancias nunca son normales. Sólo aparecen cuando existe un desajuste, una divergencia entre la producción real y la producción que debería existir para utilizar los recursos mentales y materiales de forma tal que permitan brindar la mejor satisfacción posible a los deseos del público. Son el precio que reciben aquellos que terminan con el desajuste; desaparecen apenas deja de existir el desajuste. En la estructura imaginaria de una economía de rotación uniforme no existen ganancias. En ella la suma de los precios de los factores de producción complementarios coincide con el precio del producto, debido a las asignaciones hechas por las preferencias temporales.

Cuanto más grandes sean los desajustes precedentes, mayores serán las ganancias provenientes de su remoción. Algunas veces, los desajustes pueden llamarse excesivos. Pero es inadecuado aplicar el epíteto de «excesivas» a las ganancias.

La gente se forma la idea de ganancias excesivas comparando la ganancia obtenida con el capital empleado en la empresa y midiendo la ganancia como porcentaje del capital. Este método es sugerido por el procedimiento consuetudinario aplicado en sociedades y corporaciones para la asignación de cuotas de la ganancia total a los socios y accionistas individuales. Estos hombres han contribuido en diferente medida a la realización del proyecto y comparten las pérdidas y las ganancias de acuerdo con el monto de su contribución.

Pero no es el capital empleado el que crea las ganancias y las pérdidas. El capital no «engendra ganancias», como pensaba Marx. Los bienes de capital, tal como existen, son objetos muertos que en sí mismos no logran nada. Si son utilizados de acuerdo con una, buena idea, aparecen las ganancias. Si son utilizados según una idea equivocada, no aparecen las ganancias o se incurre en pérdidas. Es la decisión empresarial la que crea, ya sea las ganancias o las pérdidas. Es en la actividad mental, en la mente del empresario, donde se originan las ganancias. Éstas son un producto de la mente, del éxito en prever el estado futuro del mercado. Constituyen un fenómeno espiritual e intelectual.

El absurdo de condenar a cualquier ganancia por «excesiva» puede ser fácilmente demostrado.

Una empresa con un capital de monto «c» produce una cantidad definida de «p», que vende a precios que arrojan un excedente de rentas sobre costos de «s» y en consecuencia obtiene una ganancia del «n» por ciento. Si el empresario hubiera sido menos capaz, habría necesitado un capital de «2c» para producir la misma cantidad de «p». En beneficio de la argumentación, podemos incluso pasar por alto el hecho de que esto habría necesariamente incrementado los costos de producción, como también habría duplicado el interés sobre el capital empleado, y podemos presumir que «s» habría permanecido invariable. Pero de todas formas, «s» habría sido comparada con «2c» en lugar de «c», y por lo tanto la ganancia habría sido de sólo el «n/2» por ciento sobre el capital empleado. La ganancia «excesiva» se habría reducido a un nivel «justo». ¿Por qué? Porque el empresario fue menos eficiente y porque su falta de eficiencia privó a sus compatriotas de todas las ventajas que podrían haber obtenido si una cantidad «c» de bienes de capital hubiera quedado disponible para la producción de otras mercaderías.

Al dar a las ganancias el carácter de «excesivas» y al castigar a los empresarios eficientes con impuestos discriminatorios, la gente se hace daño a sí misma. Gravar las ganancias es equivalente a gravar el éxito en brindar el mejor servicio al público. La única meta de todas las actividades productivas es emplear los factores de producción de manera tal que rindan lo máximo posible. Cuanto menor sea la cantidad de factores de producción empleados, mayor será la cantidad disponible para la producción de otros artículos. Pero cuanto mayor sea el éxito que un empresario tenga en este sentido, mayor será la cantidad de insultos que sufra y el monto de impuestos que succionará sus remuneraciones. Los costos crecientes por unidad de producto, es decir, el derroche, son alzados como virtud.

La manifestación más increíble de este total fracaso en entender la tarea de la producción y la naturaleza y las funciones de las ganancias y las pérdidas se evidencia en la superstición popular según la cual las ganancias son una adición hecha a los costos de producción, cuya magnitud depende únicamente de la discreción del vendedor. Es esta creencia la que conduce a los gobiernos hacia el control de precios. Es esta misma creencia la que ha impulsado a muchos gobiernos a concretar acuerdos con sus contratistas, según los cuales el precio a pagarse por un artículo entregado debe ser igual a los costos de producción del vendedor incrementados en un porcentaje definido. Como consecuencia de esto, el proveedor obtenía un beneficio más importante cuanto menos éxito tenía en evitar costos superfluos. Los contratos de este tipo acrecentaron considerablemente las sumas que los Estados Unidos tuvieron que gastar en las dos guerras mundiales. Pero los burócratas, fundamentalmente los profesores de economía, que sirvieron en los distintos departamentos de guerra, se enorgullecían por su sagaz manejo del asunto.

Todas las personas, tanto los empresarios como los que no lo son, miran con recelo las ganancias obtenidas por otras personas. La envidia es una debilidad común en los hombres. Las personas están poco dispuestas a reconocer el hecho de que ellas mismas podrían haber obtenido ganancias si hubieran puesto de manifiesto la misma perspicacia y el mismo juicio que tuvieron los hombres de negocios exitosos. Su resentimiento es mayor en la medida en que su subconsciente reconoce este hecho.

No existirían las ganancias si no fuera por los deseos del público de adquirir las mercaderías ofrecidas en venta por los empresarios exitosos. Pero las mismas personas que se desesperan por estos artículos, vilipendian al hombre de negocios y lo llaman enfermo de apetito de ganancias.

La expresión semántica de esta envidia es la distinción entre rentas del trabajo e ingresos no ganados. Es difundida por los libros de texto, por el lenguaje de las leyes y de los procedimientos administrativos. Así, por ejemplo, el Formulario oficial 201 para la recaudación del Impuesto a las Ganancias del estado de Nueva York llama «salarios» sólo a las compensaciones recibidas por empleados e implícitamente llama «ingresos no ganados» a todo otro ingreso, incluso aquel que resulte del ejercicio de una profesión. Tal es la terminología utilizada por un estado cuyo gobernador es republicano y cuyo congreso estatal tiene mayoría republicana.

La opinión pública tolera las ganancias, en la medida en que no excedan el salario pagado a un empleado. Toda suma que supere esa cifra es rechazada por ser injusta. El objetivo de los impuestos es, de acuerdo con el principio de capacidad contributiva, confiscar este exceso.

Ahora bien, una de las principales funciones de las ganancias es trasladar el control del capital a aquellos que saben emplearlo de la mejor forma posible para satisfacer, las necesidades del público. Cuanto mayores sean las ganancias obtenidas por un hombre, mayor será su riqueza y mayor será su influencia en la conducción de las actividades económicas. Las ganancias y las pérdidas son instrumentos por medio de los Cuales los consumidores ceden la dirección de las actividades productivas a aquellos que están, mejor capacitados para servirlos. Cualquier, intento de confiscar o cercenar las ganancias perjudica la función. Como resultado de tales medidas se aflojan las riendas que el consumidor tiene sobre el curso de la producción. El Mecanismo económico se torna, desde el punto de vista del interés de la gente, menos eficiente y menos obediente.

Los celos que el hombre común siente hacen que éste mire las ganancias de los empresarios como si éstas tuvieran el consumo como único destinó. Desde luego, parte de ellas se consumen. Pero únicamente obtienen riqueza e influencia en el ámbito de los negocios aquellos empresarios que sólo consumen una fracción de sus entradas y reinvierten la mayor parte de ellas en sus empresas. Lo que hace que un pequeño negocio se convierta en un gran negocio no es el gasto, sino el ahorro y la acumulación de capital.

6. Las ganancias y las pérdidas en la economía que progresa y en la que retrocede

Llamamos economía estable a aquella en la cual la cuota per cápita de ingresos y riqueza de los individuos permanece invariable. En una economía como ésta el mayor gasto de los consumidores en algunos artículos debe ser equivalente al menor gasto en otros. El monto total de ganancias obtenidas por una parte de los empresarios equivale al monto total de las pérdidas sufridas por otros empresarios. Sólo habrá un excedente en la suma de las ganancias obtenidas por sobre la suma de las pérdidas sufridas en toda la economía, en una economía que progresa, es decir, en aquella en la cual la cuota de capital per cápita aumenta. Este incremento es un efecto del ahorro que añade nuevos bienes de capital a la cantidad disponible previamente. El incremento del capital disponible crea desajustes en cuanto produce una diferencia entre el estado de producción real y el estado que el capital adicional hace posible. Gracias a la aparición de capital adicional, algunos proyectos que hasta un determinado momento no podían llevarse a cabo se hacen factibles. Al dirigir el nuevo capital en aquellas direcciones que satisfagan las necesidades más urgentes de los consumidores, los empresarios obtienen ganancias que no se ven equiparadas con las pérdidas de otros empresarios.

El enriquecimiento que el capital adicional genera sólo favorece parcialmente a aquellos que lo produjeron a través de su ahorro. El resto favorece como consecuencia del aumento de la productividad marginal del trabajo, y por consiguiente de los salarios, a aquellos que perciben jornales y salarios; como consecuencia del aumento de los precios de materias primas y de alimentos determinados, a los dueños de tierras; y finalmente, a los empresarios que integran este nuevo capital dentro del proceso de producción más económico. Pero mientras que los asalariados y los propietarios se benefician para siempre, las ganancias de los empresarios desaparecen una vez lograda la integración. Son, como ya ha sido mencionado, un fenómeno permanente sólo por el hecho de que diariamente aparecen nuevos desajustes, cuya eliminación genera ganancias.

En beneficio de la argumentación, recurramos al concepto de ingreso nacional tal como es empleado en la economía popular. Así, es evidente que en una economía estable ninguna parte del ingreso nacional constituye ganancias. Sólo en una economía que progresa las ganancias totales exceden las pérdidas totales. La creencia popular de que las ganancias se deducen del ingreso de los trabajadores y de los consumidores es completamente falaz. Si empleamos el término deducción, debemos decir que tanto el exceso de las ganancias sobre las pérdidas, como los incrementos que perciben los asalariados y los propietarios, se deducen de las entradas de aquellos que produjeron el capital adicional a través de su ahorro. Es su ahorro el vehículo de mejoramiento económico, que hace posible el empleo de innovaciones tecnológicas y aumenta la productividad y el nivel de vida. Es la actividad de los empresarios la que se ocupa del empleo más económico del capital adicional. Mientras ellos no ahorren, ni los trabajadores ni los propietarios aportarán nada para que surjan las circunstancias que generan lo que se llama progreso y mejora económica. Estos últimos son beneficiados por el ahorro de otras personas, que crea capital adicional por un lado, y por la acción empresaria que dirige este capital adicional hacia la satisfacción de las necesidades más urgentes, por el otro.

Una economía en retroceso es una economía cuya cuota de capital invertido per cápita está decreciendo. En una economía como ésa, el monto total de pérdidas sufridas por los empresarios excede el monto total de ganancias obtenidas por otros empresarios.

7. El cálculo de las ganancias y las pérdidas

Las categorías praxeológicas originales de ganancias y pérdidas son cualidades psíquicas y no reducibles a ninguna descripción interpersonal hecha en términos cuantitativos. Se trata de magnitudes completas. La diferencia entre el valor del fin obtenido y el de los medios aplicados para su obtención es la ganancia, si es positiva, y la pérdida, si es negativa.

Cuando existe una división social de esfuerzos y de cooperación, como también propiedad privada de los medios de producción, el cálculo económico en términos de unidades monetarias se hace factible y necesario. Las ganancias y las pérdidas son calculables como fenómeno social. Los fenómenos psíquicos de ganancia y pérdida, de los cuales aquéllas derivan en última instancia, siguen siendo, por supuesto, magnitudes completas incalculables.

El hecho de que dentro del marco de la economía de mercado las ganancias y las pérdidas empresariales sean determinadas a través de operaciones aritméticas ha conducido a conclusiones erróneas a muchas personas. No entienden que las partidas esenciales que forman parte de este cálculo son estimaciones emanadas del conocimiento específico que el empresario tiene sobre el estado futuro del mercado. Piensan que estos cálculos están abiertos al análisis y a la verificación o alteración por parte de un experto desinteresado. Ignoran el hecho de que tales cálculos son, como regla, una parte inherente a la anticipación especulativa que el empresario hace sobre las inciertas condiciones futuras.

Para complementar lo que nos hemos propuesto en este ensayo nos basta con hacer referencia a uno de los problemas para la contabilización de los costos. Una de las partidas de una lista de costos es el establecimiento de la diferencia entre el precio pagado por los comúnmente llamados equipos de producción durables y su valor presente. El valor presente es el equivalente monetario a la contribución que este equipo hará a los ingresos futuros. No existe certeza alguna acerca del estado futuro del mercado y del nivel de estos ingresos. Sólo pueden ser determinados por una anticipación especulativa por parte del empresario. Es absurdo llamar a un experto y sustituir el juicio del empresario por su juicio arbitrario. El experto es objetivo mientras no se vea afectado por algún error. Pero el empresario expone su propio bienestar material.

Desde luego, la ley determina magnitudes que llama ganancias y pérdidas. Pero estas magnitudes no son idénticas a los conceptos económicos de ganancias y pérdidas y no deben confundirse con ellos. Si una ley impositiva llama ganancia a una magnitud, en realidad determina el nivel del impuesto adecuado. Le da este nombre porque desea justificar su política impositiva ante la opinión pública. Sería más correcto que el legislador omitiera el término ganancias y hablara simplemente de base para el cálculo del impuesto adeudado.

Las leyes impositivas tienden a calcular lo que ellas llaman ganancias de modo tal que resulten lo más altas posible para incrementar las rentas públicas inmediatas. Pero existen otras leyes destinadas a restringir la magnitud que llaman ganancia. Los códigos comerciales de muchas naciones fueron y son concebidos para proteger los derechos de los acreedores. Procuran restringir lo que ellos llaman ganancias para impedir que el empresario se aparte demasiado de la firma o corporación en beneficio propio y en perjuicio de los acreedores. Eran estas tendencias las que predominaban en la evolución de los usos comerciales respecto del nivel acostumbrado de cuotas de amortización.

Hoy, no existe necesidad de extenderse sobre el problema de la falsificación del cálculo económico en condiciones inflacionarias. Todo el mundo comienza a comprender el fenómeno de las ganancias ilusorias, nacido de las grandes inflaciones de nuestra época. El no poder entender los efectos de la inflación sobre los métodos usuales utilizados para el cálculo de las ganancias originó el concepto moderno de «excesivas». A un empresario se lo llama «abusador» si su balance de resultados, calculado en términos de moneda sujeta a una inflación que progresa rápidamente, muestra ganancias que otras personas juzgan «excesivas». Ha sucedido frecuentemente en muchos países que el estado de resultados de ese «abusador», una vez calculado en moneda constante o menos inflada, no sólo no mostró ganancias sino que reveló pérdidas considerables.

Aun si evitamos, en beneficio de esta argumentación, hacer alguna referencia al fenómeno de las ganancias meramente ilusorias inducidas por la inflación, es evidente que el epíteto de «abusador» es la expresión de un juicio de valor arbitrario. No existe ningún otro parámetro disponible para hacer la distinción entre ganancias «excesivas» y «justas» que no sea el provisto por la envidia y el resentimiento personales del crítico.

Es verdaderamente extraño que una lógica eminente, la desaparecida L. S. Stebbing, no haya podido percibir con claridad esta importante cuestión. La profesora Stebbing igualó el concepto de excesos a conceptos que se refieren a una distinción clara, de naturaleza tal que entre sus extremos no puede trazarse una línea bien definida. La distinción entre ganancias «excesivas» y «ganancias legítimas», declaró, es clara, aunque no sea una distinción bien definida.[41 ] Ahora bien, esta distinción es clara sólo cuando se refiere a un acto legislativo que define el término de ganancias excesivas tal como ha sido usado en ese contexto. Pero esto no es lo que Stebbing pensaba. Enfatizó explícitamente que tales definiciones legales están hechas «de manera arbitraria para los fines prácticos de la administración». Utilizó el término «legítimas» sin hacer referencia a estatutos legales y sus definiciones. ¿Pero puede permitirse el empleo del término legítimas sin referirlo a ningún parámetro desde cuyo punto de vista el objeto en cuestión puede ser considerado como legítimo? ¿ Y existe algún otro parámetro disponible para distinguir la ganancia legítima de la excesiva que no sea el provisto por los juicios de valor personales?

La profesora Stebbirig se refirió a los famosos argumentos acervus y calvus de los antiguos lógicos. Muchas palabras son vagas hasta tanto se apliquen a características qué pueden ser poseídas en distintas medidas. Es imposible trazar una línea definida entre aquellos que son calvos y aquellos que no lo son. Es imposible definir con precisión el concepto de calvicie. Pero lo que la profesora Stebbing no remarcó es que la característica por la cual la gente distingue entre aquellos, que son calvos y aquellos que no lo son es susceptible de una definición precisa. Es la presencia o la ausencia de cabello en la cabeza de una persona. Ésta es una clara y no ambigua señal cuya presencia o ausencia debe ser establecida a través de la observación y expresada por medio de proposiciones acerca de la existencia. Lo vago és Sólo la determinación del punto en el cual la no calvicie se convierte en calvicie. La gente puede no estar de acuerdo con respecto a la determinación de este punto. Pero la discusión se refiere a la interpretación de la convención que asigna un cierto significado a la palabra calvicie. No hay juicios de valor implícitos. Desde luego, puede suceder que la diferencia de opinión sea en un caso concreto causada por el prejuicio. Pero éste es otro tema.

La vaguedad de palabras tales como calvicie es la misma que resulta inherente a los números o los pronombres indefinidos. El lenguaje necesita de esos términos ya que para muchos de los propósitos de la comunicación diaria entre los hombres, un establecimiento aritmético exacto de cantidad es superfluo y demasiado fastidioso. Los lógicos están totalmente equivocados al intentar asignar a tales palabras, cuya vaguedad es intencional y sirve a propósitos determinados, la precisión de números definidos. A un individuo que proyecta visitar Seattle le basta saber que existen muchos hoteles en esta ciudad. Un comité que planea reunir una convención en Seattle necesita información precisa acerca del número disponible de camas en los hoteles.

El error de la profesora Stebbing consistió en confundir proposiciones existenciales con juicios de valor. Su falta de familiaridad con los problemas económicos, puesta de manifiesto en todos sus escritos, que son valiosos en otros aspectos, la condujo por mal camino. No habría cometido tal equivocación en un terreno que le hubiera resultado más conocido. No habría declarado que existe una clara distinción entre las «regalías legitimas» y las «regalías ilegítimas» que un autor percibe. Habría comprendido que el monto de las regalías percibidas depende del aprecio que el público sienta por un libro y que un observador que critica el monto de las regalías sólo expresa su juicio de valor personal.

B. La condena de las ganancias

1. La economía y la abolición de las ganancias

Aquellos que tildan con desprecio como de «no merecidas» las ganancias empresarias, quieren decir que se trata de lucro injustamente obtenido a costa de los trabajadores y de los consumidores, o de ambos. Tal es la idea subyacente en el supuesto «derecho al producto total del trabajo» y en la doctrina marxista de la explotación. Puede decirse que la mayoría de los gobiernos —si no todos— y la inmensa mayoría de nuestros contemporáneos respaldan esta opinión en todo aspecto aunque algunos de ellos sean suficientemente generosos como para consentir que los «explotadores» deberían conservar una fracción de las ganancias.

No tiene sentido discutir acerca de la adecuación de los preceptos éticos. Éstos derivan de la intuición; son arbitrarios y subjetivos. No existe un parámetro objetivo por el que puedan ser juzgados. Los fines últimos son elegidos por los juicios de valor del individuo. No pueden determinarse por la investigación científica y el razonamiento lógico. Si un hombre dice «esto es lo que yo pretendo, cualesquiera sean las consecuencias de mi conducta y el precio que deba pagar por ello», nadie puede oponerle objeción alguna. Pero la cuestión es si es realmente cierto que este hombre está dispuesto a pagar cualquier precio para obtener el fin mencionado. Si la respuesta a esta última pregunta es negativa se hace posible efectuar un análisis del asunto en cuestión.

Si realmente existiera gente que estuviera dispuesta a tolerar todas las consecuencias de la abolición de las ganancias, por más perjudiciales que fueran, la economía se vería imposibilitada de tratar el problema. Pero éste no es el caso. Aquellos que quieren abolir las ganancias son guiados por la idea de que esta confiscación mejoraría el bienestar material de todos los no empresarios. A su juicio la abolición de la ganancia no es un fin último sino un medio para alcanzar un fin definido, o sea el enriquecimiento de los que no son empresarios. Que este fin pueda realmente obtenerse empleando este medio y que la utilización de este medio pueda tener consecuencias que parezcan a todas o a algunas personas menos deseables que las condiciones imperantes antes de su empleo, son cuestiones que la economía debe examinar.

2. Las consecuencias de la abolición de las ganancias

La idea de abolir ganancias para beneficiar a los consumidores lleva implícito el hecho de que el empresario debería ser obligado a vender los productos a precios que no excedan los costos de producción. Como tales precios, para todos los artículos cuya venta habría arrojado ganancias, están por debajo del precio potencial del mercado, la oferta disponible no alcanza a satisfacer a todos aquellos que desean adquirir estos artículos a estos precios. El mercado se ve paralizado por la fijación de precios máximos. No puede asignar productos a los consumidores. Debe adoptarse un sistema de racionamiento.

La sugerencia de abolir las ganancias del empresario en beneficio de los empleados no busca la abolición de las ganancias. Pretende arrebatarlas de las manos del empresario para entregarlas a los empleados.

En un modelo como ése, las pérdidas sufridas recaen sobre el empresario mientras que las ganancias van hacia los empleados. Es probable que el efecto de esta medida sea un incremento de las pérdidas y una mengua en las ganancias. De todos modos una parte mayor de las ganancias sería consumida y una parte menor sería ahorrada y reinvertida en la empresa. No habría capital disponible para el establecimiento de nuevas ramas productivas y para las transferencias de capital desde las ramas que —de acuerdo con la demanda de los clientes— deberían achicarse hacia aquellas que deberían expandirse, ya que los intereses de aquellos empleados en una actividad o empresa definida se verían perjudicados por la restricción del capital empleado en ella y por la transferencia de éste hacia otra empresa o actividad. Si un modelo como ése hubiera sido adoptado hace cincuenta años, todas las innovaciones logradas en este período se habrían vuelto imposibles de alcanzar. Si, a los fines de la argumentación, estuviéramos dispuestos a no hacer referencia al problema de la acumulación del capital, aún deberíamos darnos cuenta de que el dar las ganancias a los empleados tendrá como resultado una rigidez del estado de producción alguna vez, alcanzado e impedirá cualquier ajuste, mejora y progreso.

En efecto, el modelo transferiría la propiedad del capital invertido a manos de los empleados. Equivaldría al establecimiento del sindicalismo y generaría los mismos efectos que el sindicalismo, un sistema que ningún autor o reformista se atrevió a defender abiertamente.

Una tercera solución del problema sería confiscar todas las ganancias obtenidas por los empresarios en beneficio del estado. Un impuesto a las ganancias del cien por ciento cumpliría con esta tarea. Transformaría a los empresarios en administradores irresponsables de todas las plantas y lugares de trabajo. Ya no estarían sujetos a la supremacía del público comprador. Sólo serían personas que tienen el poder para manejar la producción como les plazca.

Las políticas de todos los gobiernos contemporáneos que no han adoptado un socialismo sin reservas aplican conjuntamente estos tres modelos. Confiscan a través de diversas medidas de control de precios una parte de las ganancias potenciales, supuestamente en beneficio de los consumidores. Respaldan a los sindicatos en sus esfuerzos para arrebatar, teniendo en cuenta el principio de determinación salarial por capacidad de pago, una parte de las ganancias a los empresarios. Y por último, es igualmente importante mencionar sus intentos de confiscar, a través de tasas progresivas de impuestos a las ganancias, impuestos especiales sobre las ganancias de las corporaciones e impuestos sobre las «ganancias excesivas», una parte cada vez mayor de las ganancias para solventar el gasto público. Puede apreciarse fácilmente que de continuar aplicándose estas políticas, muy pronto dejarán de existir completamente las ganancias empresarias.

El efecto de la aplicación conjunta de estas políticas ya está causando el caos. El efecto final será el pleno advenimiento del socialismo a través del desplazamiento de los empresarios. El capitalismo no puede sobrevivir si las ganancias son abolidas. Son las ganancias y las pérdidas las que obligan a los capitalistas a emplear su capital para brindar el mejor servicio a los consumidores. Son las ganancias y las pérdidas las que encumbran en la conducción de los negocios a aquellas personas que están mejor preparadas para satisfacer al público. Si las ganancias son abolidas, la consecuencia será el caos.

3. Los argumentos contra las ganancias

Todas las razones desarrolladas a favor de una política que vaya en contra de las ganancias son el resultado de una interpretación errónea del funcionamiento de la economía de mercado.

Los magnates de la industria son demasiado poderosos, demasiado ricos y demasiado grandes. Abusan de su poder para su propio enriquecimiento. Son tiranos irresponsables. Una empresa de gran tamaño es un mal en sí misma. No existe ninguna razón para que algunos hombres sean dueños de millones mientras otros son pobres. La riqueza de unos pocos es la causa de la pobreza de las masas.

Cada palabra de estas apasionadas acusaciones es falsa. Los empresarios no son tiranos irresponsables. Es precisamente la necesidad de obtener ganancias y evitar pérdidas la que otorga a los consumidores el poder de influir sobre ellos, obligándolos a satisfacer los deseos de la gente. Lo que hace grande a una empresa es su éxito en satisfacer de la mejor manera las demandas de los compradores. Si la empresa mayor no sirviera a la gente mejor que una pequeña, habría sido reducida a la pequeñez. Los esfuerzos de un empresario para enriquecerse a través del incremento de sus ganancias no perjudican a nadie. El empresario tiene, en su calidad de tal, sólo una tarea: procurar obtener la ganancia más alta posible. Las enormes ganancias son prueba de un buen servicio prestado en la satisfacción de los consumidores. Las pérdidas son prueba de los errores cometidos, del fracaso en desempeñar satisfactoriamente las tareas que incumben a un empresario. La riqueza de los empresarios exitosos no es la causa de la pobreza de nadie; es consecuencia del hecho de que los consumidores están mejor abastecidos que lo que hubieran estado de no haber existido el esfuerzo del empresario. La penuria soportada por millones de personas en los países atrasados no es causada por la opulencia de nadie, es correlativa del hecho de que su país no tiene empresarios que hayan adquirido riquezas. El nivel de vida del hombre común es más alto en aquellos países que tienen el mayor número de empresarios ricos. Es de principal importancia para el interés material de todos que el control de los factores de producción esté concentrado en manos de aquellos que saben cómo utilizarlos de la manera más eficiente posible.

Impedir el surgimiento de nuevos millonarios es el objetivo reconocido de las políticas de todos los gobiernos y partidos políticos actuales. La adopción de esta política en los EE.UU. hace cincuenta años habría impedido el crecimiento de la industria productora de nuevos artículos. Los automóviles, las heladeras, los aparatos de radio y un centenar de otras innovaciones no tan espectaculares pero aun más prácticas no se habrían convertido en parte del equipamiento corriente de la mayoría de los hogares norteamericanos.

El asalariado promedio piensa que para mantener en funcionamiento el aparato social de producción y para mejorar e incrementar la producción total, no se necesita nada más que el trabajo rutinario, comparativamente simple, que le fue asignado. No se da cuenta de que los afanes y fatigas de la tarea que desempeña rutinariamente no son suficientes por sí mismos. La diligencia y la habilidad son desperdiciadas sin la previsión del empresario que las dirija hacia la meta más importante y sin la ayuda del capital acumulado por los capitalistas. El trabajador norteamericano se equivoca totalmente cuando piensa que debe su alto nivel de vida a sus propias virtudes. No es más industrioso ni más hábil que los trabajadores de Europa occidental. Debe sus altos ingresos al hecho de que su país se aferró a un «vigoroso individualismo» en mucho mayor medida que Europa. Tuvo la suerte de que los Estados Unidos aplicaran una política anticapitalista cuarenta o cincuenta años más tarde que Alemania. Sus salarios son más altos que los de los trabajadores del resto del mundo porque la inversión de capital por habitante es más alta en EE.UU. y porque el empresario norteamericano no se vio tan limitado como sus colegas de otros países por reglamentaciones paralizantes. La prosperidad comparativamente mayor de los EE.UU. es consecuencia del hecho de que el New Deal no llegó en 1900 o en 1910 sino recién en 1933.

Si se quisiera estudiar las razones del retraso de Europa, sería necesario examinar las numerosas leyes y regulaciones que impidieron allí el establecimiento del equivalente del drugstore norteamericano y evitaron la evolución de las cadenas de tiendas de los comercios departamentados, de los supermercados y establecimientos comerciales similares. Sería importante investigar el esfuerzo del Reich alemán para proteger los ineficientes métodos de «Handwork» (mano de obra) tradicional de la competencia de la economía capitalista. Aun más revelador sería un análisis del «Gewerbepolitik» austríaco, una política que tuvo como meta, apenas iniciada la década del 80 y en adelante, preservar la estructura económica de las épocas que precedieron a la Revolución Industrial.

La peor amenaza a la prosperidad, a la civilización y al bienestar material de los asalariados es la incapacidad de los jefes sindicales, de los «economistas del sindicato» y del grupo menos inteligente de los propios trabajadores para reconocer el rol que los empresarios desempeñan en la producción. Esta falta de visión ha encontrado una expresión clásica en los escritos de Lenin. Para Lenin, todo lo que la producción requiere aparte del manual de trabajo del trabajador y del diseño de los ingenieros es el «control de producción y distribución», una tarea que puede ser cumplida fácilmente por los «trabajadores armados», ya que esta contabilización y control «han sido simplificados en grado sumo por el capitalismo, hasta haberse convertido en las operaciones extraordinariamente simples de observar, registrar y emitir recibos, que están dentro de las posibilidades de todos los que sepan leer y escribir y conozcan las cuatro operaciones aritméticas fundamentales».[42 ] No es necesario hacer ningún otro comentario.

4. El argumento de la igualdad

Para los partidos que se autoproclaman progresistas e izquierdistas, el defecto fundamental del capitalismo es la desigualdad de ingresos y riqueza. El fin último de sus políticas es establecer la igualdad. Los moderados desean alcanzar esta meta paso a paso; los radicales planean alcanzarla de un golpe, a través de la caída revolucionaria de los métodos de producción capitalista.

Sin embargo, al hablar de la igualdad y pidiendo vehementemente su vigencia, nadie defiende una reducción de sus propios ingresos actuales. El término igualdad, tal como se usa en el lenguaje político contemporáneo, siempre significa nivelar hacia arriba los ingresos propios, nunca nivelarlos hacia abajo. Significa obtener más y no compartir la riqueza propia con gente, que tiene menos.

Si el trabajador de automóviles, el ferroviario o el compositor norteamericanos dicen igualdad, quieren decir expropiar a los tenedores de acciones y bonos en su propio beneficio. No consideran la posibilidad de compartir con los trabajadores no capacitados que ganan menos. En el mejor de los casos, piensan en la igualdad de todos los ciudadanos norteamericanos, nunca que los pueblos de América latina, Asia y África pudieran interpretar el postulado de la igualdad como igualdad mundial y no como igualdad nacional.

El movimiento laboral político, como también el movimiento laboral sindical, proclaman de manera rimbombante su internacionalismo. Pero este internacionalismo es un gesto meramente retórico sin ningún significado sustancial. En todos los países cuyos salarios promedio son más altos que en cualesquiera otros, los sindicatos defienden barreras inmigratorias insuperables para evitar que los «hermanos» y «compañeros» extranjeros compitan con sus propios miembros. Comparada con las leyes antiinmigratorias de las naciones europeas, la legislación inmigratoria de las repúblicas americanas es verdaderamente moderada porque permite la inmigración de un número limitado de personas. Las leyes europeas no prevén ningún cupo de este tipo.

Todos los argumentos desarrollados en favor de la igualación de los ingresos dentro de un país pueden también esgrimirse, con la misma justificación o falta de justificación, en favor de la igualación mundial. Un trabajador norteamericano no tiene mejores títulos que un extranjero para reclamar los ahorros del capitalista norteamericano. Que un hombre haya obtenido ganancias sirviendo a los consumidores y que no haya consumido totalmente sus fondos sino reinvertido la mayor parte de ellos en equipo industrial no da a nadie un título válido para expropiar este capital en beneficio propio. Pero si aún se mantiene la opinión en contrario, ciertamente no existe razón alguna para atribuir a algunos mayores derechos de expropiación que a otros. No hay razón alguna para afirmar que sólo los norteamericanos tienen derecho a expropiar a otros norteamericanos. Los grandes impulsores de la economía norteamericana son los descendientes de las personas que inmigraron a los EE.UU. desde Inglaterra, Escocia, Irlanda, Francia, Alemania, y otros países europeos. Los radicales norteamericanos se equivocan totalmente al creer que su programa social es idéntico a los objetivos de los radicales de otros países, o al menos compatible con ellos. No lo es. Los radicales extranjeros no consentirán dejar a los norteamericanos, una minoría de menos del 7 % de la población mundial total, lo que consideran una posición privilegiada. Un gobierno mundial como el solicitado por los radicales norteamericanos trataría de confiscar a través de un impuesto a las ganancias mundial toda la diferencia de ingresos entre lo que gana un norteamericano promedio y el ingreso promedio de un trabajador indio o chino. Aquellos que cuestionan la veracidad de esta afirmación disiparían sus dudas luego de una conversación con cualquiera de los líderes intelectuales de Asia.

Casi ningún iraní calificaría las objeciones planteadas por el gobierno laborista británico contra la confiscación de los pozos de petróleo como otra cosa que una manifestación del más reaccionario espíritu de explotación capitalista. Hoy en día, los gobiernos sólo se abstienen de expropiar virtualmente las inversiones extranjeras —a través del control sobre el comercio exterior, de impuestos discriminatorios y mecanismos similares— si esperan conseguir más capitales foráneos en losaños siguientes, para así expropiar un monto mayor en el futuro.

La desintegración del mercado de capitales internacional es uno de los efectos más importantes de la mentalidad antiganancias de nuestra época. Pero no menos funesto es el hecho de que la mayor parte de la población mundial mira a los EE.UU. —no sólo a los capitalistas sino también a los trabajadores norteamericanos— con los mismos sentimientos de envidia, odio y hostilidad con los cuales, estimuladas por las doctrinas comunista y socialista, las masas de todo el mundo miran a !Os capitalistas de su propia nación.

5. El comunismo y la pobreza

Un método usual para tratar los programas y movimientos políticos es explicar y justificar su popularidad haciendo referencia a las condiciones que la gente encuentra no satisfactorias y a las metas que se desea alcanzar llevando a la práctica estos programas.

Sin embargo, lo único que importa es si dicho programa es o no adecuado para obtener los fines pretendidos. Un mal programa y una mala política nunca pueden ser explicados, y menos aun justificados, señalando las condiciones insatisfactorias de sus creadores y seguidores. La única cuestión que es válido plantearse es si estas políticas pueden o no eliminar o aliviar los males para cuyo remedio fueron diseñadas.

Sin embargo, todos nuestros contemporáneos declaran una y otra vez: si quiere tener éxito al combatir al comunismo, socialismo e intervencionismo, debe en primer término mejorar el bienestar material de las personas. La política del laissez faire apunta precisamente a hacer a la gente más próspera. Pero no puede tener éxito mientras las condiciones empeoren cada vez más por las medidas intervencionistas y socialistas.

El bienestar de algunas personas puede incrementarse en el muy corto plazo expropiando a empresarios y capitalistas y distribuyendo el botín. Pero incursiones tan depredatorias como las citadas, que hasta el Manifiesto comunista describió como «despóticas» y como «económicamente insuficientes e insostenibles», arruinan el funcionamiento de la economía de mercado, deterioran muy pronto las condiciones de todas las personas y frustran los esfuerzos de empresarios y capitalistas para hacer más prósperas a las masas. Lo que es bueno por un instante que se esfuma rápidamente (es decir, en el más corto plazo) puede muy pronto (es decir, en el largo plazo) tener las consecuencias más desastrosas.

Los historiadores se equivocan al explicar la toma de poder del nazismo haciendo referencia a hostilidades y opresiones reales o imaginarias sufridas por el pueblo alemán. Lo que llevó a los alemanes a respaldar en forma casi unánime los veinticinco puntos del «inalterable» programa de Hitler no fueron algunas condiciones que ellos juzgaban insatisfactorias, sino la esperanza que la ejecución de este programa les brindaba para solucionar sus problemas y para ser más felices. Se volcaron al nazismo por falta de sentido común e inteligencia. No fueron lo suficientemente razonables como para reconocer a tiempo los desastres que el nazismo inevitablemente iba a causarles.

La inmensa mayoría de la población mundial es extremadamente pobre si se la compara con el nivel de vida promedio de las naciones capitalistas. Pero esta pobreza no explica su propensión a adoptar el programa comunista. Son anticapitalistas porque están cegados, por la envidia, la ignorancia y la falta de inteligencia, no pudiendo identificar correctamente las causas de sus desgracias. No existe más que un medio de mejorar su bienestar material, a saber, convencerlos de que sólo el capitalismo puede hacerlos más prósperos.

El peor método para combatir el comunismo es el del plan Marshall. Da a los receptores la presión de que sólo los EE.UU. están interesados en preservar el sistema de ganancias, mientras que sus propios intereses requieren un régimen comunista. Los EE.UU., piensan, los están ayudando porque no tienen su conciencia limpia. Ellos mismos embolsan este soborno pero sus simpatías se dirigen al sistema socialista. Los subsidios norteamericanos posibilitan a sus gobiernos ocultar parcialmente los efectos desastrosos de las distintas medidas socialistas que han adoptado.

El origen del socialismo no es la pobreza sino las simpatías ideológicas espurias. La mayoría de nuestros contemporáneos rechazan de antemano todas las enseñanzas de la economía, tildándolas de tonterías apriorísticas, sin haberlas estudiado nunca. Sostienen que sólo debe confiarse en la experiencia. ¿Pero existe alguna experiencia que hable en favor del socialismo?

Los socialistas replican lo siguiente: pero el capitalismo crea pobreza; mire a la India y a China. La objeción es inútil. Ni la India ni China establecieron alguna vez el capitalismo. Su pobreza es el resultado de la ausencia de capitalismo.

Lo que sucedió en estos y en otros países subdesarrollados fue que se vieron beneficiados desde el exterior por algunos de los frutos del capitalismo sin haber adoptado el modo de producción capitalista. Los capitalistas europeos, así como también los norteamericanos, más recientemente, invirtieron capital en esas áreas, incrementando, por consiguiente, la productividad marginal del trabajo y de los salarios. Al mismo tiempo, estos pueblos recibieron del extranjero los medios para combatir las enfermedades contagiosas, medicamentos desarrollados en los países capitalistas. En consecuencia las tasas de mortalidad, sobre todo la mortalidad infantil, cayeron considerablemente. En los países capitalistas esta prolongación del promedio de vida fue compensada parcialmente por una caída en la tasa de natalidad. Como la acumulación de capital crecía más rápido que la población, la cuota de capital invertido per cápita aumentaba continuamente. El resultado fue una creciente prosperidad. Algo diferente ocurrió en los países que se beneficiaron con algunos efectos del capitalismo sin volverse capitalistas. En ellos la tasa de natalidad no declinó en absoluto o al menos no lo hizo en la medida necesaria para hacer que la cuota de capital invertido per capita aumentara. Estas naciones impidieron con sus políticas tanto la importación de capital extranjero como la acumulación de cápital doméstico. El efecto conjunto de la alta tasa de natalidad y de la ausencia de un incremento en el capital es, por supuesto, una pobreza creciente.

No existe más que un medio para mejorar el bienestar material de los hombres, a saber, acelerar el crecimiento del capital acumulado comparado con el de la población. Ninguna lucubración psicológica, por más sofisticada que sea, puede modificar este hecho. No existe ningún tipo de excusas para continuar aplicando políticas que no sólo no alcanzan los fines buscados, sino que hasta empeoran seriamente las condiciones.

6. La condena moral del motivo de las ganancias

Apenas se presenta el problema de las ganancias, la gente lo transporta desde la esfera praxeológica hacia la esfera de los juicios de valor éticos. Entonces todo el mundo se jacta de poseer la aureola del santo y del asceta. Él no se _preocupa por el dinero y el bienestar material. Él sirve a sus compañeros con su máxima capacidad y desinteresadamente. Se esfuerza por cosas más nobles y elevadas que la riqueza. Gracias a Dios, él no es uno de esos egoístas codiciosos.

Se acusa a los hombres de negocios de pensar solamente en el éxito. Sin embargo, todo el mundo —sin ninguna excepción— pretende alcanzar un fin definido al actuar. La única alternativa del éxito es el fracaso; nadie desea fracasar. Surge de la esencia misma de la naturaleza humana que el hombre busque conscientemente sustituir un estado de cosas menos satisfactorio por otro más satisfactorio. Lo que distingue a un hombre decente de uno deshonesto son las diferentes metas que pretenden alcanzar y los distintos medios que utilizan para obtener los fines elegidos.

Pero ambos quieren tener éxito en su búsqueda. No es lícito desde el punto de vista lógico distinguir entre personas que buscan el éxito y aquellas que no lo hacen. Prácticamente todo el mundo busca mejorar las condiciones materiales de su existencia. La opinión pública no se ofende por los esfuerzos que los granjeros, trabajadores, escribanos, maestros, médicos, ministros y personas de muchos otros oficios hacen para ganar tanto como el resto de la gente. Pero censura a los capitalistas y empresarios por su codicia. Mientras disputa sin ningún escrúpulo todos los bienes que la economía le brinda, el consumidor condena vehementemente el egoísmo de los proveedores de estas mercaderías. No se da cuenta de que él mismo crea sus ganancias bregando por las cosas que ellos venden.

El hombre medio tampoco comprende que las ganancias son indispensables para dirigir las actividades económicas por aquellos cauces que le brinden una mayor satisfacción. Mira a las ganancias como si su única función fuera permitir que sus receptores consuman más que él mismo. No se da cuenta de que su función principal es transmitir el control de los factores de producción a aquellos que mejor las utilicen para sus propios propósitos. No renunció, como piensa, a ser un empresario sin escrúpulos morales. Eligió una posición cuyos réditos son más modestos porque carece de las cualidades requeridas para ser empresario o, en casos verdaderamente excepcionales, porque sus preferencias lo impulsaron a iniciar otra carrera.

La humanidad debería estar agradecida a aquellos hombres excepcionales que, no teniendo fervor científico, entusiasmo humanitario o fe religiosa, sacrificaron sus vidas, salud y riqueza, para servir a sus congéneres. Pero los filisteos se decepcionan de si mismos al compararse con los pioneros de la aplicación médica de los rayos X o con monjas que atienden a las víctimas de una catástrofe. No es la abnegación la que conduce al médico a elegir su carrera, sino la expectativa de obtener una posición social respetada e ingresos apropiados.

Todo el mundo espera cobrar por sus servicios y logros tanto como puede. En este sentido no hay diferencia alguna entre los trabajadores, estén o no agrupados en sindicatos, los ministros y los maestros por un lado y los empresarios por el otro. Ninguno de ellos tiene derecho a hablar como si fuera Francisco de Asís.

No existe otro parámetro para medir qué es moralmente bueno o malo que no sean los efectos producidos por el comportamiento sobre la cooperación social. Un individuo hipotéticamente aislado y autosuficiente no tendría que tomar en cuenta nada más que su propio bienestar al actuar. El hombre social debe, en todas sus acciones, evitar dejarse llevar por algún hecho que pueda hacer peligrar el parejo funcionamiento del sistema de cooperación social. Al obrar de acuerdo con la ley moral el hombre no sacrifica sus propios intereses en virtud de una entidad mítica más elevada, ya sea que ésta se llame clase, estado, nación, raza o humanidad. Refrena algunos de sus impulsos, apetitos y anhelos instintivos, es decir sus intereses de corto plazo, para servir mejor a sus propios intereses entendidos correctamente o de largo plazo. Renuncia a un pequeño beneficio que podría obtener instantáneamente para no perder una recompensa mayor, aunque posterior, ya que el logro de todos los fines humanos, cualesquiera que sean, está condicionado por la preservación y futuro desarrollo de lazos sociales y de cooperación entre los seres humanos. Lo que constituye un medio indispensable para intensificar la cooperación social y para hacer que más gente goce de más años de vida y disfrute de un nivel de vida más elevado, es moralmente bueno y socialmente deseable. Aquellos que rechazan este principio por anticristiano deberían reflexionar acerca del siguiente texto: «Largos puedan ser tus días sobre la tierra que Dios, tu Señor, te dio». Ciertamente no pueden negar que el capitalismo ha prolongado los días del hombre sobre la tierra si se los compara con los de las épocas precapitalistas.

No hay razón para que los capitalistas y empresarios se avergüencen de obtener ganancias. Es una tontería que algunas personas traten de defender el capitalismo norteamericano declarando: «Los antecedentes de la economía norteamericana son buenos; las ganancias no son demasiado elevadas». La función de los empresarios es obtener ganancias; las grandes ganancias son prueba de que han realizado bien su tarea de remover los desajustes de la producción.

Desde luego, por lo general los capitalistas y empresarios no son santos que se destaquen por su virtud de autosacrificio. Pero sus críticos tampoco son santos. Y con todo el respeto debido a la sublime bondad de los santos no podemos dejar de señalar el hecho de que el mundo se encontraría en condiciones bastante desoladas si estuviera poblado exclusivamente por hombres no interesados en la búsqueda del bienestar material.

7. La mentalidad estática

El hombre promedio carece de la imaginación necesaria para darse cuenta de que las condiciones de vida y la acción están en un flujo continuo. En su opinión, no existen cambios en los objetos externos que constituyen su bienestar. Su visión del mundo es estática y estacionaria. Refleja un medio ambiente estancado. No sabe ni que el pasado era distinto del presente ni que reina la incertidumbre con respecto a las cosas futuras. No puede comprender en absoluto la función del empresariado porque no se da cuenta de esta incertidumbre. Como los niños que aceptan todas las cosas que sus padres les brindan sin hacer preguntas, acepta todos los bienes que la economía le ofrece. No está al tanto de los esfuerzos realizados para satisfacerlo. Ignora el rol de la acumulación de capital y de las decisiones empresarias. Da por sentado que una mesa mágica aparece en el momento que lo necesite con todo lo que desea disfrutar.

Esta mentalidad se refleja en la idea popular de socialización. Una vez desplazados los capitalistas y empresarios parasitarios, se obtendrá todo lo que ellos consumían. No es más que un error menor de esta expectativa el hecho de que exagere grotescamente el incremento del ingreso que cada individuo podría recibir de una distribución como ésa, si es que existe tal incremento. Mucho más grave es el hecho de que se presume que lo único que se requiere es continuar en las distintas fábricas la producción de aquellos bienes que se producen en el momento de la socialización de la manera en que hasta ese momento se producían. No se toma en cuenta la necesidad de prácticas nuevas y diarios ajustes a la producción de acuerdo con las siempre cambiantes circunstancias. El simpatizante del socialismo no comprende que una socialización efectuada hace cincuenta años no habría socializado la estructura de la economía tal como ésta existe actualmente, sino una estructura muy diferente. Ni por un minuto piensa en los enormes esfuerzos necesarios para transformar la economía una y otra vez para brindar el mejor servicio posible.

La incapacidad de los economistas aficionados para comprender los puntos esenciales de los asuntos vinculados a la conducción de la producción no sólo se manifiesta en los escritos de Marx y Engels. También se refleja en las contribuciones de los seudoeconomistas contemporáneos.

La construcción imaginaria de una economía de uniforme giro es una herramienta mental indispensable del pensamiento económico. Para poder entender la función de las pérdidas y las ganancias, el economista construye la imagen de un hipotético, aunque irrealizable, estado de cosas en el que nada cambia, en el que el mañana no difiere en absoluto del hoy y en el que, consecuentemente, no puede originarse ningún desajuste ni puede surgir necesidad alguna de modificar la conducción económica. Dentro del marco de esta construcción imaginaria no existen ganancias y pérdidas empresariales ni empresarios. Las ruedas siguen rodando tan espontáneamente como lo hacían antes. Pero el mundo real en el que los hombres deben vivir y trabajar nunca podrá copiar el hipotético mundo de esta creación mental.

Ahora bien, uno de los principales errores de los economistas matemáticos es que se ocupan de esta economía de uniforme giro —la llaman cuadro estático— como si realmente existiera. Predispuestos a aceptar la falacia de que la economía debe analizarse con métodos matemáticos, concentran sus esfuerzos en el análisis de estados estáticos que, desde luego, permiten hacer una descripción en grupos de ecuaciones diferenciales simultáneas. Pero este tratamiento matemático casi siempre evita hacer referencia a los problemas reales de la economía. Se entrega a un juego matemático bastante inútil sin apostar nada a la comprensión de los problemas de la actividad y la producción humanas. Crea la falsa imagen de que el análisis de los estados estáticos es el interés principal de la economía. Confunde una herramienta meramente auxiliar con la realidad.

El economista matemático está tan cegado por sus prejuicios epistemológicos que simplemente no puede ver cuáles son las tareas de la economía. Está ansioso por mostrarnos que el socialismo es realizable en condiciones estáticas. Como las condiciones estáticas, como él mismo admite, son irrealizables, esto sólo es válido para afirmar que un estado irrealizable del socialismo mundial sería realizable. Verdaderamente, un resultado muy valioso de cien años de trabajo mancomunado realizado por cientos de autores, enseñado en las universidades, publicado en innumerables libros de texto y monografías y considerado por revistas supuestamente científicas.

No existe algo así como una economía estática. Todas las conclusiones derivadas de la preocupación por la imagen de estados estáticos y equilibrios estáticos no son útiles para la descripción del mundo tal como es y como lo será siempre.

C. La alternativa

Un orden social basado en el control privado de los medios de producción no puede funcionar sin acción empresarial, ganancia empresarial y, desde luego, pérdida empresarial. La eliminación de las ganancias, cualesquiera sean los métodos empleados para llevarla a cabo, debe transformar la sociedad en un revoltijo sin sentido. Generaría pobreza para todos.

En un sistema socialista no existen ni empresarios ni pérdidas y ganancias empresarias. Sin embargo el director supremo de la República socialista tendría que esforzarse para obtener un exceso de los ingresos sobre los costos de la misma manera que lo hacen los empresarios en un régimen capitalista. No es tarea de este ensayo ocuparse del socialismo. Por lo tanto no es necesario remarcar el hecho de que, no pudiendo aplicar ninguna clase de cálculo económico, el jefe socialista nunca conocería sus costos e ingresos.

Lo que es importante en este contexto es solamente el hecho de que no es factible un tercer sistema. No puede haber algo así como un sistema no socialista sin pérdidas y ganancias empresarias.

Los intentos de eliminar las ganancias del sistema capitalista son sólo destructivos. Desintegran el capitalismo sin ocupar el lugar que éste deja. Es esto lo que pensamos cuando afirmamos que provocan el caos.

Los hombres deben elegir entre el capitalismo y el socialismo. No pueden evitar el dilema recurriendo a un sistema capitalista sin ganancia empresaria. Con cada paso que se da hacia la eliminación de las ganancias se avanza en el camino que conduce a la desintegración social.

Al elegir entre el capitalismo y el socialismo la gente también elige implícitamente entre todas las instituciones sociales que necesariamente acompañan a cada uno de estos sistemas, su «superestructura», según Marx. Si el control de la producción es arrebatado a los empresarios diariamente elegidos por el plebiscito de los consumidores, y pasa a manos del comandante supremo de los «ejércitos industriales» (Marx y Engels) o de los «trabajadores armados» (Lenin), ni el gobierno representativo ni las libertades civiles pueden sobrevivir. Wall Street, contra la cual luchan los autoproclamados idealistas, es sólo un símbolo. Pero las paredes de las prisiones soviéticas en cuyo interior los disidentes desaparecen para siempre constituyen un hecho penoso.[Ir a tabla de contenidos]

NOTAS AL PIE DE PÁGINA

[39] 

Disertación preparada para la reunión de la Mont Pelerin Society elaborada en Beauvallon, Francia, del 9 al 16 de septiembre de 1951. En el mismo año fue editada en inglés, en forma de opúsculo, por Libertarian Press (agotada).
[40] 

Cf. Mises, Human Action, Yale University Press, 1949, pp 305-307; Bureaucracy, Yale University Press. 1944, pp. 40-73.
[41] 

Cf. L. Susan Stebbing, Thinking to Some Purpose (Pelican Books A44), pp. 185-187.
[42] 

Lenin, State and Revolution, 1917 (editado por International Publishers, New York, pp. 83-84). Las cursivas son de Lenin (o del traductor comunista).